Hace mucho tiempo, me preguntaron si creía en el destino, y esa pregunta, tan simple, que podría tener una respuesta monosilábica, me generó un montón de interrogantes.
Finalmente concluí que sí, que creo en el destino, pero no en el destino escrito cual un libro, que se cumple a rajatabla, no en el destino que vaticinan aquellos que se autodenominan adivinadores, no en el destino como providencia, maleable para un dios de pocos, sino que, yo creo en el árbol del destino.
Visualicen un árbol, un árbol maduro, adulto, no un retoño. Cuando nacemos, estamos parados en la base de ese árbol, uno frondoso, lleno de ramificaciones y hojas, lleno de color y fuerza, lleno de vida, de nuestra vida.
La vida es un camino en subida, literalmente hablando, desde el tronco hacia la copa. Durante los primeros años de nuestra historia, desde que somos infantes hasta la adolescencia, avanzamos por el tronco, por un camino prefijado socialmente, culturalmente. Por un camino que nos traza la primera institución donde nacemos insertos, la familia. Nuestros padres eligen el jardín, y la primaria, deciden a qué amigo nos dejan visitar para jugar, a qué cumpleaños vamos, cuáles son los juguetes más indicados para cada uno de nosotros y vestimenta más correcta.
Mientras recorremos ese tronco de inserción social y cultural pueden aparecer algunas ramitas pequeñas, por donde desviarnos, pero esas ramas y aquellos que deciden seguirlas, terminan allí, en ese lugar solitario, sin posibilidad de mayor crecimiento.
A medida que recorremos el tronco y nos acercamos al nacimiento de la copa, las posibilidades de elección se van ampliando, y elegimos qué orientación hacer en la secundaria, elegimos a nuestros nuevos amigos, dónde ir a bailar y con quién, elegimos nuestros primeros amores y tenemos nuestras primeras decepciones.
Cada paso que damos, cada decisión que tomamos o que decidimos no tomar, cada camino elegido y recorrido nos hace avanzar por ese árbol, lleno de asperezas, de ramas cortadas que nos obligan a retroceder y avanzar en otra dirección, de pequeños agujeros donde guarecerse hasta poder continuar el camino.
La adultez implica la aparición de más y más ramas, de bifurcaciones, de infinidad de opciones que podemos escoger para construir nuestra realidad, y con cada movimiento vamos cambiando nuestro presente y por ende, nuestro futuro. Cada vez que elegimos, cada vez que tomamos la ruta de una rama, nos alejamos del resto dejándolas de lado, dejando también de lado las resultantes de esa rama no elegida.
Y nuestro árbol está inserto en un bosque y en algún momento, una de las ramas recorridas llega a cruzarse con otra rama, de otro árbol, las cuales se enredarán de tal forma que continuarán unidas su crecimiento.
Mi concepción tiene forma de árbol para graficar las consecuencias y alcances de nuestras decisiones. Aunque crea que somos artífices de nuestro destino y que sólo nosotros elegimos cómo vivir nuestra vida, siendo actores, directores, protagonistas, guionistas, vestuaristas y maquilladores de nuestra historia, reconozco que existen variables que nos exceden, y que sólo podemos movernos en el ámbito que abarca nuestra copa. Esto es, un niño nacido en Afganistán, es difícil que sea presidente de Bolivia, es probable que su copa no llegue tan lejos.
No elegimos dónde y cuándo nacer, pero somos los únicos que podemos elegir hacia dónde ir, qué esperar y qué ir a buscar, por qué vale la pena luchar y de qué forma llegar a esa última hoja, desde donde miraremos para abajo, recordando pasos acertados y otros no tanto y desde donde diremos, sin temor a arrepentimientos, que hemos vivido.